domingo, 4 de diciembre de 2011

Civilizaciones cerradas

Denisse Gotlib

 

Los habitantes de Surém sabían muy bien que los gatos negros son eternos: cuando uno los mira a los ojos, se abre un infinito abismo que sólo se cierra con el parpadear del animal.

Por lo general, procuraban no interactuar con ellos. Los niños, a base de zarandeadas de las madres y sermones de las abuelas lo aprendían desde pequeños; sólo alguien eterno puede tocar la eternidad sin que le duela, repetían las ancianas a sus nietos mientras entrelazaban el bejuco. El hombre Ikal puede tocarlos, señora, contestó en una ocasión uno de los niños a su abuela, ¿sí Tosali?, tal vez por eso es que grita por las noches, ¿porque le duele?, no querido, porque es eterno.

Hace siglos que Tosali y su abuela murieron. El hombre todavía recorre por las noches la plaza central, línea a línea, surcando la piedra que ya no sabe de otros pies. Las fachadas ennegrecidas que circundan la explanada son fantasmas que se mueven al ritmo del viento.

El cuerpo de Ikal hace movimientos desarticulados que recuerdan a lo que alguna vez fue un baile y los ecos de sus gritos rompen el silencio absoluto del vacío. Cuando se serena, de su boca amarilla y marchita se emite un rumor descompuesto que dice algo sobre el tiempo.

Los gatos se miran unos a otros, abriendo infinitos abismos y se compadecen, pues son muy sensibles, del infeliz condenado. Saben que los hombres no están hechos para ser eternos. No entienden del todo cómo pudo suceder algo así, pero imaginan que hace mucho tiempo, en algún pueblo gobernado por dioses fastidiados, un gato negro murió.

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