jueves, 13 de octubre de 2011

La promesa de Petrus.

 

Lo traicionero de las promesas es que puede ser que uno crea en ellas. Que se cuente con su realización para seguir adelante, y de ser una mera convención para facilitar despedidas o regresos, se piense en ellas como un hecho confiable, seguro o peor aún, se tenga noticia de su falsedad y aun así, se les elija como justificación para seguir haciendo lo que siempre se ha hecho y nunca ha funcionado.

Parecería que en Puerto Astillero y en Santa María se detuvo el tiempo. Los personajes son fantasmas de carne y hueso, que se mueven pero no realizan acciones, como si hubieran olvidado esa capacidad humana: "su viaje sólo era una pausa sin sentido, un acto vacío"[1]. El astillero, “el edificio gris, cúbico, excesivo en el paisaje llano, las letras enormes, carcomidas, que apenas susurraban, como un gigante afónico”[2] se vuelve una figura trascendental, pues como los personajes, es un símbolo de la promesa fallida de modernidad. Un sueño que hablaba de “desaparecer la barbarie endémica de América Latina”, de formar estados nacionales que progresaran, consolidando las ciudades modernas, la industria que arrojara montones de dinero y bienes.

Onetti nos habla desde cualquier lugar, pero de uno que parece el corazón de Uruguay, desde cualquier persona y a la vez desde todas. Quizás un gran indicador de “modernidad” en Latinoamérica no sean sus ciudades, sino sus pueblos, ¿cómo se vive fuera de las grandes orbes latinoamericanas? La sensación de desencanto, fragmentación, incomprensión, fracaso, se convierten en el común denominador. Hombres que comen promesas que saben que no se cumplirán. Hombres que diario van a trabajar, aunque sepan que lo hacen en una fábrica hundida, oxidada; se sientan en escritorios apolillados y archivan documentos inservibles. Humillación es que una persona tenga que discutir un sueldo que nunca cobrará. Cinco, seis mil pesos, cien mil millones… cualquier cosa, ninguna. Sólo la fantasía de que existe, “calles de tierra o barro, sin huellas de vehículos, fragmentadas por las promesas de luz de las flameantes columnas de alumbrado”[3] Promesas. Faros para alumbrar autos que no existen. Astillero para construir y reparar promesas. Onetti le intenta explicar a Uruguay, con angustia, que su modernidad no llegó y que los uruguayos la siguieron contemplando, esperando.

“El cielo había terminado de nublarse y el aire estaba quieto, augural”[4] La quietud del camino que no lleva a ningún lado es básica en la estética que Onetti dibuja en El Astillero. La sensación de que no pasa nada, las frases largas y laberínticas, la confusión temporal nos transportan a un mundo que nos es bien conocido. A la rutina de un no lugar muy familiar, a la sensación de haber llegado tarde y de no poder alcanzar el tren. La “modernidad” o al menos la modernidad a la que se aspiraba hace un siglo, nos queda lejos.

Un Larsen morirá de pulmonía, o del cansancio de ser un fantasma con vida y un Petrus buscará otro gerente general "como si los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el desencanto y el hambre y no se vaya nunca"[5] Posiblemente les contará su promesa, la promesa de la riqueza milagrosa y tal vez ellos sabrán de su falsedad, pero la creerán resignados y trabajarán en el Astillero. Para ahora sí consolidar la modernidad latinoamericana, por supuesto…


[1] Juan Carlos Onetti, El Astillero, Ed. Oveja Negra, Colombia, 1984, p. 378

[2] Ibídem, p. 215

[3] Ibídem, p. 245

[4] Ibídem, p. 215

[5] Ibídem, p. 288

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